Cada pétalo de la flor se asombraba cuando la abeja imprudente zumbaba sobre ella. A veces la flor se enojaba y se arrugaba decolorada, a solas lloraba buscando con angustia a la abeja que no la torturara con sonidos tormentosos. Yo te veía a ti como a esa flor; tú me veías como a esa abeja.
Me gustaba tocar tus pétalos, tu cáliz, tus estambres, reafirmar todos tus órganos. Y cuando terminaba de asomarme a tus caudales, era como terminar de escribir un cuento nuevo, de inventar una flor desconocida, de cantar una canción de las épocas pasadas. Tan grande era la dicha, que tu esencia llevaba conmigo a donde quiera, te presentaba a las demás abejas, tu olor impregnado nos delataba y no teníamos que rendir cuentas a nadie. Pero cuando volvía a acariciar esa corola me odiabas, y mis zumbidos tenían que cesar. Trataba de alejarme, de dejarte respirar con otras abejas, para luego volver. Hasta que un día encontraste esa que no zumbaba, la que no te molestaba, la que no te tocaba, la que tú amabas.